Bethesda lo cambió todo en 2006. Ese año llegó a The Elder Scrolls IV: Oblivion un DLC que parecía ridículo y no demasiado útil. Se trataba de una armadura para nuestros caballos que, sin ser el primer micropago de la historia, sí comenzó la tradición de hacer sentir al consumidor que necesitaba mucho más de lo que el simple juego base podía ofrecer.
El movimiento no era una estrategia planificada hacia el futuro casi distópico que hoy en día vive el mundo de los videojuegos. Es fácil verlo ahora que hemos llegado al punto en el que incluso el anuncio de un juego sin microtransacciones en mitad del E3 fue motivo de celebración, pero cómo demonios iba a saber Bethesda que estaba cambiando la historia por apenas dos euros pagados mediante Microsoft Points.
Sin embargo, así fue. Una armadura de lo más hortera desencadenó una sucesión de eventos que desembocaron en lo que hoy en día conocemos como loot boxes, cajas de loot o cajas de botín. No fue una transición dulce, lenta ni beneficiosa. Más bien, un fruto cosechado a base de desconocimiento capaz de crecer tan rápido que apenas nos dio tiempo a asimilar cuál era la semilla que las desarrolladoras habían plantado.
Una progresión distópica
El contexto para que los micropagos florecieran y acabaran convirtiéndose en lo que son hoy en día era el adecuado. La necesidad la creó el aumento en los costes de producción y el comercio de segunda mano, que se había vuelto una parte muy poderosa dentro de la economía de la industria en la generación de PlayStation 3 y Xbox 360 cuando el problema de la piratería estaba casi extinto. La expansión en el acceso a internet y la particularidad de que las consolas tuvieran funcionalidades en línea puso los medios. Ya solo nos faltaba el modo. Sin embargo, no fue difícil hacer que los expertos en mercadotecnia adaptaran unas prácticas ya existentes.
La realidad es que pagar de más se había convertido en un estándar a la hora de comprar videojuegos y los micropagos ganaron aceptación como alternativa ‘menos mala’. Mientras que en Call of Duty: Black Ops II podías comprar unos cuantos camuflajes a apenas 1,99€ la unidad, Electronic Arts estaba cobrando las funcionalidades online de Battlefield por separado a un precio de 14,99€. Los consumidores estábamos muy ocupados criticando el atropello superlativo de EA como para darnos cuenta de lo que se estaba fraguando delante de nuestras narices.
Algo había que hacer para seguir manteniendo el ritmo de entrada de capital ahora que las tiendas se estaban llevando un mordisco tan importante. Incluso Bethesda, que tantas críticas recibió en su momento por el dichoso caballo, había recuperado su buena fama poco a poco gracias a los siguientes títulos que lanzó al mercado. Vendieron como churros y, aunque lo último es culpar al consumidor, lo cierto es que eso no ayudó nada.
Aun así, estábamos ante un “cómpratelo si quieres” de manual al que todos podíamos resistirnos por entonces. Un clima que dio lugar a que la práctica se asentara en el mercado y que los consumidores empezaron a asimilar como una alternativa moderadamente aceptable. Quien quisiera se llevaba unos cuantos contenidos de poco valor, y gracias a ello las desarrolladoras fueron capaces de solucionar buena parte de sus problemas.
De hecho, no todas las consecuencias de esta cadena de eventos fueron negativas. Juegos gratuitos como League of Legends se hicieron realidad gracias a la idea de vender productos cosméticos a precios reducidos. Una revolución que hacía posible lanzar títulos gratuitos tremendamente provechosos en cuanto a rédito económico. Sin embargo, si los micropagos surgieron de la necesidad y tuvieron incluso alguna consecuencia positiva, la evolución de estos hacia las loot boxes es producto de una avaricia desmedida que deja en segundo plano a los jugadores.
Reventar el tablero
De todo esto va el asunto, de cómo algunas desarrolladoras han superpuesto la lógica de la maximización del beneficio al bienestar del consumidor. No obstante, el nombre propio que dio la vuelta de tuerca definitiva a la situación es Electronic Arts. Me temo, además, que me toca la desagradable tarea de hacerte sentir un poco más viejo.
El modo Ultimate Team es sinónimo de cajas de loot y añadió al cóctel de necesidad, medios y modo el encaje que necesitaba. Una copa martinera que llegó en el año 2009 con el lanzamiento del modo de juego y que evolucionó poco a poco mientras, de forma paralela, Valve comenzaba a experimentar con cajas de loot propiamente dichas en uno de sus títulos estrella: Team Fortress 2.
Sin embargo, fue la compañía propiedad de Gabe Newell la que dio la vuelta de tuerca definitiva creando un sistema perfecto: el mercado de la comunidad de Steam. Básicamente, esta plataforma permite vender a cambio de moneda real casi todos los cosméticos obtenidos en un juego. No solo teníamos sobre la mesa un sistema de recompensa aleatoria, ahora también un valor tangible en moneda de curso legal al que aspirar.
El milagro económico fue total y los ingresos de la compañía se dispararon. No es casualidad que desde entonces Dota 2, Counter-Strike: Global Offensive y hasta Artifact se unieran a este sistema basado en loot boxes y venta de recompensas. Con él, la que un día fue desarrolladora independiente, consiguió amasar cantidades obscenas de dinero. Algo que también tuvo consecuencias negativas, ya que como veremos más adelante este es el primer clavo en el ataúd de las loot boxes.
A partir de aquí, el camino ya va rodado. La efectividad de las cajas de loot quedó confirmada con los éxitos de decenas de juegos. Franquicias históricas como FIFA, Call of Duty, Counter-Strike y hasta Mass Effect demostraron que, si una desarrolladora quería ganar dinero fácilmente, había una receta infalible. Incluso algunas empresas sin apenas recorrido como Supercell se hicieron un hueco en el mercado encontrando su propio nicho para monetizarlo con cajas de botín.
Ni siquiera nos hemos tenido que esforzar en el resumen: hay un lapso de solo siete años desde el lanzamiento del DLC de Bethesda hasta que el mercado se llena de recompensas aleatorias, y eso que hubo un extenso parón de por medio.
Del caballo a la rata…
El problema de las loot boxes no es solo que sean un mecanismo que atenta contra el consumidor. Todos preferiríamos recibir skins y contenidos cosméticos adicionales a cambio de la nada despreciable cantidad de 70 euros que podemos llegar a gastar en un juego. Sin embargo, la crítica evidente al sistema solo esconde lo pernicioso de su premisa básica: las recompensas aleatorias.
Probablemente todos conozcáis el Perro de Pavlov. Un experimento sorprendentemente cruel que originó la teoría del condicionamiento clásico. La unión de estímulo y recompensa o, para entendernos, de la acción seguida de un premio. Una forma de modificar el comportamiento consistente, pero incompleta.
Sin embargo, lo que el científico ruso no consiguió lo hizo Skinner. Este psicólogo estadounidense cambió el perro por ratas u otros animales y tras varios experimentos fallidos en los que no fue capaz de modificar la conducta del roedor, acabó añadiendo dos variables a la ecuación: la rata necesitaba repetir un patrón (pulsar una palanca) y las recompensas las recibiría de formas aleatorias. Es decir, no siempre que pulsara iba a haber premio.
El resultado fue sorprendente. Las pesquisas iniciales, que no añadían el factor aleatorio, demostraban que los cambios en la conducta eran poco persistentes. Fue la introducción de la recompensa aleatoria lo que logró hacer que la rata se volviera prácticamente adicta a pulsar la palanca. Lo hacía sin parar, incluso cuando llevaba mucho tiempo sin recibir ningún tipo de recompensa por sus esfuerzos. Lo cierto es que el pobre animal ya ni siquiera quería comida.
Es fácil empezar a establecer una comparación y no en vano los casinos se han considerado durante mucho tiempo como Cajas de Skinner (que así se llama el experimento en cuestión) a tamaño gigante. Sin embargo, te toca esperar un poco, porque si hay algo más importante que la posible recompensa es el proceso.
Y de Skinner a Sapolsky
En un fantástico texto disponible en Medium, Hugo Saez recopila la pieza que le falta al rompecabezas. Puede que Skinner demostrase científicamente la premisa de la recompensa aleatoria y hasta la necesidad de un patrón de conducta previo. Sin embargo, faltaba por responder a una pregunta clave: cuál era la explicación a la modificación de la conducta. En los siempre filosóficos términos de Jose Mourinho: “¿por qué?”
Para conocer la respuesta nos hemos de ir al último experimento del que hablaremos hoy y familiarizarnos con otro apellido que suena extranjero. Hablamos de Sapolsky, un científico estadounidense demostró que la causa tenía nombre propio: dopamina. Este palabro hace referencia a un neurotransmisor responsable de los patrones de conducta. Para entendernos, es la reacción al estímulo que hace que la conducta se reproduzca.
Es responsable de muchas de las adicciones clásicas y también participa en los patrones de juego patológico, que es la que tanto los expertos como agencias gubernamentales intentan vincular con las cajas de loot. El motivo es sencillo: Sapolsky descubrió que la dopamina no se liberaba al recibir el premio, si no al pulsar la palanca.
Las tragaperras en las loot boxes
La palanca no hace referencia al dispositivo clásico. También puede ser un botón o una pantalla táctil. En términos técnicos lo que se necesita es un gesto que dé lugar a un proceso que pueda o no terminar en un posible premio. Si alguna vez habéis visto una máquina tragaperras, su funcionamiento se basa exactamente en esas premisas. Tenemos el gesto de levantarnos, introducir el dinero y pulsar el botón. Una cadena de actos que continúa con el giro de los tambores y desemboca en el final de la jugada con o sin recompensa.
Vamos a echar un vistazo un vistazo un segundo:
Además de un tutorial de como tirar a la trituradora 2,10 euros, lo que acabamos de ver es un ciclo completo. Solo hay una diferencia: en las loot boxes siempre hay recompensa. Sin embargo, el problema es que con valor tangible como en este caso (8 céntimos) o intangible en juegos como FIFA 21, un jugador sabe exactamente cuando ha tirado el dinero a la basura y cuando su recompensa merece ser llamada como tal.
El análisis de una acción debe realizarse desde la perspectiva de los participantes. Puede que un observador ajeno no entienda la diferencia que supone para un apasionado de Ultimate Team hacerse con el Icono Prime de Gullit. Quizás incluso lo vea absurdo, pero para un participante la sensación al verlo caminando en la pantalla que muestra las recompensas no tiene punto de comparación con lo que supone ver a Sergio Busquets.
Las loot boxes no han inventado nada, y cuanto más las miras más se parecen a un juego de casino. Un ritual regido por la inmediatez que sabe pausarse un segundo para que disfrutemos del subidón de dopamina antes de que nos encontremos con una más que probable decepción en la pantalla de recompensas. Lo que importa es la palanca y que tengamos el tiempo suficiente como para saborear un premio que no llegará.
¿Concreto o específico?
La psicología no lo explica todo. Es cierto que ya sabemos porqué son una mecánica tan peligrosa y hasta porqué podemos seguir abriendo cajas tras la primera decepción. No obstante, hay una realidad de la sabiduría popular que hemos escuchado mil veces y dice que las respuestas solo generan más preguntas. Para ir a la raíz del asunto tenemos que saber porqué consumimos y, sobre todo, por qué compramos cosas que no necesitamos.
Aquí sí convendría diferenciar entre los títulos que ofrecen ventajas jugables y los que no. Sin embargo, en la mayoría de los casos la respuesta es la misma. Es evidente que podemos jugar igual de bien a Valorant o Counter-Strike sin utilizar una skin de cuchillo modificado. FIFA 21 también es disfrutable en modalidad free to play aunque haya algunos partidos algo más complicados y se sienta injusto… y aún así compramos loot boxes y cosméticos.
Puede entenderse el argumento de dar apoyo a títulos free to play como uno de los incentivos al consumo. La frase “juego tanto a League of Legends que me siento mal si no gasto diez euros de vez en cuando” la compartimos muchos. La pregunta es, entonces, ¿por qué gastamos en otros títulos con un sistema perverso cuyo funcionamiento conocemos? La palanca explica porque muchos gastan más dinero del que querrían o repiten pese a experiencias negativas, pero no cual es la motivación inicial en primer término.
Sobre Thorstein Veblen
Thorstein Veblen era un sociólogo estadounidense algo polémico, pero sus teorías gozan de aceptación en un amplio espectro ideológico. Lo que defendía este autor es, básicamente, que el motivo del consumo es la emulación. Es decir, compramos por encima de lo necesario en un esfuerzo por parecernos a las clases altas creando un consumo conspicuo u ostensible. Hablando en plata, para aparentar.
Aunque no es una teoría que pueda explicar todo el consumo, sí es una forma de entender el interés inicial en productos innecesarios. Un acercamiento a cosas tan rutinarias como por qué compramos ropa de marca o llenamos la mesa en Nochebuena con más alimentos de los que podemos consumir. Son actitudes que desde un punto de vista estrictamente funcional son inútiles, y aun así se repiten de una u otra forma en todas las sociedades.
El consumismo es una realidad aceptada y los postulados de este autor se han convertido en uno de los puntos de partida del marketing. El producto ha pasado a un segundo plano en la absurda mayoría de las ocasiones. De hecho, si no prestamos atención al cuidado posicionamiento en pantalla, sería casi imposible saber qué demonios nos está vendiendo Campofrío en Navidad.
En nuestra cabeza se asienta la idea de que queremos hacer lo que hace esa gente, asociando el modo de vida las clases más altas sus posesiones materiales. Nadie quiere conducir una furgoneta aunque en términos prácticos sea más útil que un Porsche. La sociedad ha evolucionado y la austeridad ha pasado a mejor vida, siendo la clase pudiente la encargada de marcar el ritmo de consumo.
Todos hemos pensado en alguna ocasión que somos inmunes a la publicidad tras ver decenas de espacios televisivos vendiendo productos que no llamaban la atención o, más bien, estilos de vida que no iban de acuerdo a nuestra visión del mundo. El problema es que la supuesta inmunidad es inexistente y solo reside en que nadie te ha ofrecido algo que estés predispuesto a comprar.
El estatus es una condición otorgada y subjetiva que hace referencia a la posición que ocupa un determinado individuo en un grupo dado. Una realidad social que varía entre grupos culturales e incluso dentro de los mismos. Puede que por tu visión personal del mundo no definas a los presentadores de programas del corazón como una persona en alta posición, pero habrá quien esté dispuesto a hacerlo.
Una vez definido un grupo de pertenencia al que somos afines por motivos cualesquiera lo lógico es que las figuras de más alto estatus en ese grupo sean las que tienen poder para definir nuestros patrones de consumo. La ostentación opera exactamente al mismo nivel, con la diferencia de que los referentes varían entre determinadas poblaciones. Volvemos a tener una pregunta sobre la mesa ¿quiénes son las figuras más influyentes en la industria del videojuego?
Los youtubers y sus formas
Los creadores de contenido se han convertido en la herramienta de marketing por antonomasia para que las empresas puedan llegar a la inmensa mayoría de jugadores. Aunque normalmente no gusta, el término influencers no podría ser más acertado para definir el fenómeno. Un cúmulo de personalidades que actúan de forma individual con una extraordinaria influencia en su público y que representan un estatus superior en lo referido a videojuegos.
Hay buenos motivos para que ellos reciban las copias de los juegos antes, cuentas con todos los aspectos desbloqueados en algunos títulos y hasta bonificaciones inalcanzables de forma gratuita para el jugador medio. Son los protagonistas de una corriente de opinión y buena parte de su contenido versa sobre su propio estilo de vida.
Esto los convierte en algunos de los responsables directos e involuntarios del comienzo del ciclo del consumo. Si exploramos las retransmisiones o videos bajo demanda de cualquier juego, la mayoría de las veces vamos a ver cómo los creadores de contenido están utilizando contenido premium de algún tipo. En Counter-Strike, por ejemplo, lo raro es ver a algún gran streamer o jugador profesional utilizando el cuchillo por defecto.
En muchos shooters incluso desbloqueamos operadores o aspectos para nuestros personajes que ni siquiera somos capaces de ver al ser juegos en primera persona. Literalmente, no los disfrutamos, pero incluso en Valorant los jugadores han pedido a Riot que introduzca skins para los modelos de Agente.
El motivo inicial para abrir loot boxes no es diferente al que nos invita a disfrutar de los micropagos o a comprar periféricos de determinadas marcas. La emulación hace que la rueda comience a girar creando un bucle que se refuerza mediante un adoctrinamiento psicológico que se basa en los mismos patrones de ratas y palancas que Skinner descubrió y Sapolsky explicó. Lo social pone en marcha una rueda imposible de parar.
Expulsión y problemática
En una fantástica charla producida en el canal de YouTube de La Media Inglesa sobre la relación del fútbol inglés con las apuestas recurrieron al testimonio de Alejandro. Este muchacho que apenas supera la veintena es un ludópata rehabilitado que ahora coordina la plataforma contra las casas de apuestas en Málaga. De todo lo que dijo, no obstante, lo más llamativo es como las apuestas le habían expulsado de una de sus pasiones: el fútbol.
Explicando como para rehabilitarse había recibido unas cuantas pautas, no pudo evitar comentar como entre ellas estaba no ver un partido de fútbol. “El bombardeo de publicidad a mi me ponía nervioso (…) Simplemente ver ese mensaje me provocaba vómitos. El que es adicto a otras substancias no llega a su casa pone la televisión y se lo recuerdan. El que es adicto al juego sí llega a su casa y se lo recuerdan”.
La presencia de las cajas de loot y viene acompañado de una estrategia de promoción similar y constante. Hay pocas dudas de que una persona con problemas de adicción queda inmediatamente expulsada de estos videojuegos. En una industria en la que cada vez se valora más la accesibilidad y que todo el mundo pueda disfrutar, estamos expulsando de forma sistemática a personas que arrastran problemas de salud.
Este no es el único caso. Laura Kate Dale es, entre otras muchas profesiones, creadora de contenido. Una muy particular que cuenta con una condición especialmente desafiante: padece autismo. En uno de sus videos explicaba desde su experiencia personal y la de otras personas que padecen trastorno de este espectro como las microtransacciones son especialmente peligrosas debido a su tendencia.
La situación para Laura llegó al punto en el que estuvo obligada a abandonar el juego durante un largo periodo de tiempo, pero su condición de natural debilidad frente a las cajas de botín no se limita a su experiencia personal. Es un problema que afecta a más personas con problemas de salud de mental y diferentes patologías: trastorno bipolar, depresión, trastorno límite de la personalidad… la lista de excluidos es casi infinita.
Ni si quiera hemos hablado de los menores de edad, que bajo ningún concepto deberían tocar una microtransacción y son especialmente susceptibles a la influencia de figuras de autoridad de la industria. En una industria que pretende ser inclusiva y que crea sistemas para que personas con hipoacusia y problemas de visión puedan jugar sus juegos, es terriblemente hipócrita permitir la sola existencia de las loot boxes. Simplemente, es una práctica que no se puede llevar a cabo de forma saludable y sostenible.
De “si no quieres no las compres” a “juega a otras cosas”
La industria del videojuego es una de las más particulares que existen y actuar contra las empresas es tremendamente complicado. Algunos de los juegos más vendidos y mejor criticados de la historia han explotado sistemáticamente a los trabajadores para cumplir con fechas de entrega irrealizables sin que sus ventas se vieran ni un poquito afectadas y Bobby Kotick ha firmado de despidos a ritmo de samba mientras se embolsaba 200 millones de euros con Warzone en la cresta de la ola.
Los videojuegos son tan diferentes entre sí que ni siquiera títulos del mismo genero pueden cumplir con el papel de ser considerados productos alternativos. El “si no quieres no los compres” se convierte en una imposibilidad obvia que va más allá del control de los consumidores y el “juega a otras cosas” es una trampa dialéctica que nos invita a perdernos algunas de las mejores obras que el sector puede ofrecernos.
La regulación es necesaria porque el consumidor se ha quedado sin margen de actuación y necesita recurrir a entes más poderosos que pongan coto a la mala praxis generalizada. Durante años las desarrolladoras se han sabido completamente impunes y apenas ha habido un par de ocasiones en las que los jugadores hayan salido ganando de los conflictos.
Lo bueno es que Valve puso sobre la mesa una realidad: los objetos obtenidos en un videojuego mediante este tipo de mecánicas sí tienen un valor de mercado real y tangible. La prueba viviente es el mercado de la comunidad, pero hay muchas más como el reciente tráfico de cartas investigado por Electronic Arts. Las desarrolladoras han tirado demasiado de la manta y han dado las evidencias suficientes como para confirmar lo que cien veces negaron. Lo bueno de las fuerzas imparables es que suelen encontrarse con objetos inamovibles.