Que Animal Crossing New Horizons iba a ser un éxito es algo que esperaba Nintendo y cualquiera que haya seguido mínimamente la saga. El excesivo tiempo transcurrido desde la última entrega principal de la serie y los cambios en el hardware y en la sociedad hacían ya presagiar esto. Pero quizá lo que no se esperaba es que calase de una manera tan profunda en un público mucho más acostumbrado ya a la velocidad y la acción directa, tanto en los juegos como en la ida. Animal Crossing es un juego de otra época, donde las cosas se hacen de forma pausada, sin la prisa y el estrés que genera la rutina diaria. Uno viene a su isla a disfrutar de una vida sosegada, de la paz y la tranquilidad de saber que puedes dedicarte a la pesca sin más obligaciones.. ¿verdad?
Porque la teoría es preciosa. Una isla paradisíaca que podemos poblar y reformar a nuestro gusto, varias playas vírgenes donde relajarnos al sol y pescar disfrutando en paz.. Hasta que llega Tom Nook con un par de propuestas que no podemos rechazar. Nos ofrece ampliar la casa y construir un museo en el que exhibir nuestras capturas. Y como tampoco tenemos mucho más que hacer, aceptamos las dos. A partir de ese momento, entraremos en una espiral de rutina diaria que harán que nos despidamos casi por completo de la tranquilidad que veníamos buscando. Un día típico en nuestra vida en la isla empieza cuando maldecimos a la otrora amada Canela por decirnos que no hay novedades en nuestra isla.
¿En serio? ¿Dos meses de juego y ni una sola noche con lluvia de estrellas? A partir de ahí, la cosa mejora mucho. Un paseo hasta la playa oculta para comprobar que Ladino hoy tampoco se ha acordado de nosotros y que a este ritmo tendremos completo el museo para cuando salga la próxima entrega de la serie. Recorremos la playa para ver que la receta que hay en la botella es la misma que nos dio ayer nuestro vecino, esa horrible rana morada que está ocupando una parcela reservada a Narciso o a Parches y a la que no somos capaces de echar.
Nuestra frustración va en aumento mientras la playa se acaba y comprobamos que Gulliver tampoco ha venido. Y eso que teníamos muchas ganas de agradecerle el regalo que nos hizo la última vez. Un fantástico gorro holandés, que donde va a parar comparado con la Estatua de la Libertad, la Esfinge o la Pirámide. Seguimos nuestra rutina diaria desenterrando los tres fósiles para comprobar que dos los tenemos repetidos, agitando cada árbol que nos cruzamos para conseguir una bolsa de 100 bayas y dos picaduras de avispa, regamos las flores con la (já) esperanza de que por fin haya crecido esa híbrida tan bonita que buscamos.
Después toca ir a visitar a Nendo y Tendo, para comprobar a cuánto nos compran los nabos en los que tanto dinero invertimos el domingo pasado. Una vez que les hemos insultado en voz menos baja de lo que nos gusta admitir por darnos cada vez peor precio de compra, y si nos sentimos animados haremos un viaje a una isla aleatoria donde nos tocará por enésima vez la isla con forma espiral cuyo recorrido ya casi podríamos hacer con los ojos cerrados.
Han pasado tres horas desde que nos pusimos a jugar y el tiempo ha volado tan rápido como ha crecido nuestra frustración. Un rato de pesca a ver si nos hacemos con esa escurridiza trucha dorada antes de que acabe el mes de mayo y nos veamos obligados a esperar medio año para capturarla, otro rato editando diseños de trajes bonitos y decidiendo cuál de nuestras creaciones que tanto nos ha costado hacer vamos a borrar para siempre porque nos hemos quedado sin espacio, y ya hemos echado el día.
Ya sólo nos queda visitar la isla de algún amigo que nos quiera abrir para alucinar con cómo la tiene decorada y sentir que vivimos en un descampado, y volver a la cama para pensar en todo lo que hemos hecho mal y rezar con la esperanza de que, como en la vida real, mañana será un día mejor.